PRÓLOGO
A veces, Amador, tengo ganas de contarte muchas cosas. Me las aguanto, estáte tranquilo, porque bastantes rollos debo pegarte ya en mi oficio de padre como para añadir otros suplementarios
disfrazado de filósofo. Comprendo que la paciencia de los hijos también tiene un límite. Además, no quiero que me pase lo que aun amigo mío gallego que cierto día contemplaba pacíficamente el
mar con su chaval de cinco años. El mocoso le dijo, en tono soñador: «Papi, me gustaría que saliéramos mamá, tú y yo a dar un paseo en una barquita, por el mar. »A mi sentimental amigo se le
hizo un nudo en la garganta, justo encima del de la corbata: «¡Desde luego, hijo mío, vamos cuando quieras!» «Y cuando estemos muy adentro -siguió fantaseando la tierna criatura- ostiraré a los dos al agua para que osahoguéis. » Del corazón partido del padre brotó un berrido de dolor: «¡Pero, hijo mío ... !» «Claro,
papi. ¿Es que no sabes que los papásnos dais mucho la lata?» Fin de la lección primera.
Si hasta un crío de cinco años puede darse cuenta de eso, me figuro que un gamberro de más de quince como tú lo tendrá ya requetesabido. De modo que no es mi intención proporcionarte más
motivos para el parricidio de los ya usuales en familias bien avenidas. Por otro lado, siempre me han parecido fastidiosos esos padres empeñados en ser «el mejor amigo de sus hijos ». Los
chicos debéis tener amigos de vuestra edad: amigos y amigas, claro. Con padres, profesores y demás adultos es posible en el mejor de los casos llevarse razon ablemente bien, lo cual es ya
bastante. Pero llevarse razonablementebien con un adulto incluye, a veces, tener ganas de ahogarle. Ver texto completo
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